La memoria del horror

>> Fotos Carlos Furman
 

Algunas reflexiones sobre la relación entre el teatro y la historia, y las dificultades de hacer presente lo ausente, cuando de lo que se trata es de “representar” el holocausto, una de las mayores atrocidades en la historia del siglo XX. La escena como territorio de combate.

 

La imagen que muchos nos hacemos de los grandes acontecimientos históricos se nutre menos de los libros de historia que de las representaciones artísticas, entre las cuales están las que ofrece el teatro.

Ya Aristóteles distingue en su Poética entre el historiador y el poeta, considerando que si el historiador se ocupa de lo particular, de lo que ha sucedido, el poeta trata de lo universal, de lo que podría suceder. La misión del teatro es superar esa oposición y buscar lo universal en lo particular.

Entre todos los sucesos del pasado dignos de ser recuperados por el teatro, probablemente sea el Holocausto uno de los que más interés ha despertado en el siglo XX. Y, al mismo tiempo, es el que plantea más límites estéticos o morales. Porque ¿cómo representar uno de los momentos de mayor oscuridad de la humanidad? ¿Cómo transmitir lo que parece incomprensible? ¿Cómo recuperar aquello que debería ser irrepetible? Y tal vez lo más importante: ¿es moral la pretensión misma de representar a las víctimas, de darles un cuerpo?

El mejor teatro sobre el Holocausto es el que ha buscado un duelo por las víctimas pero, al mismo tiempo, provoca que el espectador mire a su alrededor y dentro de sí mismo. Para preguntarse por lo que sobrevive del veneno de Auschwitz, y por lo que queda dentro de nosotros de verdugos o cómplices del verdugo.

Desde estéticas y tratamientos muy distintos, el teatro reconoce ejemplos como el de Arthur Miller en Cristales rotos, George Tabori en Los caníbales, Harold Pinter en Cenizas a las cenizas, o Thomas Bernhard en Plaza de los héroes, entre muchísimos otros ejemplos notables.

En ese vasto repertorio sobre el abordaje de ese tiempo siniestro se inscriben Colaboración y Tomar partido, dos obras del sudafricano Ronald Harwood –autor de El vestidor y del guión de El pianista de Roman Polanski– que se presentaron en conjunto en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín con dirección de Marcelo Lombardero. Se trata de dos piezas que plantean el dilema moral de los artistas frente al horror del nazismo, artistas que construyeron su propia realidad durante la guerra, creyendo que así podían superar las contingencias de la historia.

En Colaboración, el compositor Richard Strauss debe elegir entre colaborar con el escritor judío Stefan Zweig o con los nazis. En Tomar partido, el gran director alemán Wilhelm Furtwängler debe explicar a su inquisidor americano cómo sobrevivió y prosperó durante el Tercer Reich.

Las historias que se despliegan –basadas en hechos reales perfectamente documentados– permiten reflexionar sobre el lugar que les cabe a intelectuales y artistas cuando el mundo no admite grises. Y examinan la idea de compromiso desde todos los ángulos posibles.

La memoria de las atrocidades de la Shoah es nuestra mejor arma en la resistencia contra viejas y nuevas formas de humillación del hombre por el hombre. Y el teatro no puede ni debe quedar al margen de ese combate.



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