A comienzos del siglo XXI, tras el estallido de los conflictos sociales latentes en la década anterior, la necesidad de volver a reunirse, de tender objetivos comunes, de comunicarse entre todos, trajo como consecuencia un reverdecer de ciertas manifestaciones artísticas que habían quedado relegadas en las postrimerías del siglo XX. Los grupos de teatro aparecidos al calor de la transición democrática a comienzos de los ‘80, que tenían inquietudes de cambiar poéticamente las cosas y que se fueron diluyendo ante la consolidación de las miradas individuales de los años ‘90, se transformaron en otros colectivos, que se plantearon como principio y fin de su trabajo grupal tomar las calles y los rincones de la ciudad.
En la plaza Islas Malvinas, previo a la traza de la autopista Buenos Aires-La Plata y la caída de las cantinas de La Boca, tuvieron lugar hacia 1983 las primeras “fiestas populares con choriceada incluida”, que delinearon la impronta del Grupo de Teatro Catalinas Sur. Creado por Adhemar Bianchi a partir de la inquietud de algunos miembros de la Mutual de Padres de la Escuela N°8 Carlos Della Penna del Conjunto Residencial Catalinas Sur, el espectáculo Venimos de muy lejos significó un hito en la historia teatral de Buenos Aires y la instauración de una forma de participación artística libre de prejuicios estéticos, con la insolencia del adoquinado callejero y la lírica de aquellas barcazas que discurrían por el Riachuelo. A partir del cocoliche, el melodrama, la canzonetta, la memoria del océano y la ternura, Venimos de muy lejos significó además la resignificación del concepto de “creación colectiva” instalado en tiempos del Instituto Di Tella: todos hacemos este trabajo, todos aprendemos lo mismo sobre la escena, somos parte de un proyecto teatral que involucra nuestro imaginario, nuestra propia vida.
La formación de estos grupos de trabajo con espíritu de comunidad, como el Circuito Cultural Barracas, creado por Ricardo Talento en 1996, podría emparentarse con colectivos como el del Théâtre du Soleil, la mítica escuadra del bosque parisino de Vincennes capitaneada por Ariane Mnouchkine. Por otra parte, no hay que confundirlos con el teatro callejero, con el que comparten la vía pública pero no sus fines, sus ejecuciones o sus implicancias sociales inmediatas. En un grupo de teatro comunitario no hace falta tener formación previa. Estos grupos vinieron a ocupar el espacio que en otras décadas tuvieron el teatro vocacional o el teatro para aficionados. Sus propuestas siempre representan un cabildo abierto que interpela el bien común, porque en esos escenarios lábiles donde se desarrollan también se vuelven “espacios de apariciones”, donde los artistas revelan el mundo que les toca vivir.
“Un profesor de teatro puede tener doce, quince alumnos en un taller barrial, y decide contar historias que tengan que ver con esa comunidad, para recuperar la memoria, la identidad y la pertenencia”, afirma Gabriel Galíndez, responsable de Pompeya Teatro Comunitario. “Venía de un taller del Programa Cultural en Barrios, allá por comienzos de 2000, en el Centro Cultural Homero Manzi, y nos preguntamos qué era lo que queríamos contar. Entonces cada uno fue trayendo historias, anécdotas, relatos escuchados en la familia o entre los vecinos, y ese material derivó en nuestro primer espectáculo, Un intento de casorio: un conventillo en Pompeya, inmigrantes de toda laya, y la figura de un joven Homero Manzi que capturaba nuestra idea del mito barrial”.
Los grupos de teatro comunitario surgieron al amparo de la Carpa Cultural Itinerante que la entonces Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad montó a partir de febrero de 2002. Esta carpa tuvo como meta descentralizar acciones artísticas y socioculturales para aglutinar a los vecinos y tejer entre todos la cohesión social resquebrajada tras los estallidos de fines de 2001. La primera escala de la carpa fue Mataderos, experiencia que trajo como resultado la formación del grupo Res o no Res, y en Parque Patricios, el grupo que luego se transformó en Pompapetriyasos. Aún faltaba para recuperar el Carnaval que había desaparecido la dictadura, y permaneció en estas manifestaciones barriales: la mística de la murga, la efervescencia del escenario popular, la representación del corso en parques y avenidas. Juntarse para no estar solos, mostrarse para tener presencia, expresarse para sentir alivio.
“Toda comunidad que no se conoce, que no registra o que no trabaja su identidad, no tiene posibilidades de soñarse para desplegar la memoria donde está vivo lo público, el pensamiento colectivo”, expresa María Agustina Ruiz Barrea, directora de Pompapetriyasos. “Esto es lo que nos han traspasado los compañeros que tienen más historia que nosotros. Sin embargo, es algo que está resignificándose todo el tiempo, porque los ritos no son inmutables ni tampoco el encuentro entre los cuerpos, los nuestros como grupo y el cuerpo del público. Siempre hay otra vibración en el territorio que habitamos.”
No necesariamente el teatro comunitario recurre al pasado para construir sus piezas. Muchas veces parte del presente para realizar su ejercicio de memoria, según las características de la población del barrio, su conciencia de clase, su observarse en el entorno. Y no siempre es sencillo de sostener en el tiempo. Cuando la coyuntura no ayuda, las formas se resienten y obligan a volver a pensar lo producido. Esa es la razón por la que un espectáculo toma forma tras largos períodos de ensayo, y los participantes cambian de rol o desertan del grupo. Para cambiar las reglas del juego social desde el arte, las apetencias individuales no encuentran sitio en ese organismo colectivo que es la agrupación.
“Partimos de la pregunta sobre lo que queremos hablar”, cuenta Galíndez. “Nuestro último espectáculo habla sobre el hambre porque veíamos hambre en Pompeya, un hambre literal pero también metafórico, ese querer comerse el mundo o el tiempo y que nos deshumaniza. Somos cuarenta y cinco vecinos actores, de todas las edades. Trabajamos en un espacio prestado, el de la Gráfica Chilavert, nuestro bunker creativo, y preferimos contar nuestras historias desde la comedia, la farsa, la parodia, porque descubrimos que es la mejor forma que tenemos para comunicarnos con los espectadores y poder ofrecerles el sentido de nuestro trabajo”.
El Ciclo Teatro Comunitario presenta un panorama de temáticas diversas: la última casa de alquiler en los suburbios de Córdoba Capital y la violencia instalada en las calles de Flores, las pasiones políticas y deportivas de Mataderos, una imagen fotográfica que habrá de inmortalizar al barrio de Villa Crespo, cuando los vecinos perdieron la risa, las huellas de la epidemia de fiebre amarilla en el siglo XIX en el Parque Ameghino, el abandono de la infancia en La Boca, un programa de radio en Villa Urquiza, un corralón recuperado y su importancia histórica en Floresta.
León Tolstoi dijo que si pintamos nuestra aldea pintaremos el mundo. En tiempos en que las redes sociales homogenizan las distancias y las diferencias entre lo que está cerca y lo que está lejos, negar las particularidades resulta abrumador, porque el mundo se revela cuando se aceptan las diferencias, cuando el otro es necesario para completar un recuerdo, cuando cada uno es responsable y guardián de la historia para construir un nosotros.
“Hay algo de lo humano que nos lleva a elegir la vida, por eso es transformadora la experiencia física del teatro”, sostiene Ruiz Barrea. “Cuando el teatro acontece, descubrimos la experiencia de cantar juntos, de caminar a tiempo, de generar una imagen conjunta que modifica. Y obviamente la tensión coyuntural opera en esa práctica. Pero si estamos convencidos, no hay otro camino que modificarse colectivamente. Como decía Juan Carlos Gené, no haremos la revolución desde el teatro, pero seguro que cambiaremos algo en el mundo. Cambiaremos algo en los cuerpos de esos que juegan juntos y que juntos observan jugar.”.
Más allá del espacio donde se presente cada pieza, el cuerpo colectivo de las mismas –el texto, los actores y actrices, la escenografía y la música, el vestuario y la utilería, los artistas y el público– es invariable. No es lo mismo trabajar en una plaza que en un teatro, y cualquier cambio se produce para acomodar el espectáculo a otras circunstancias, las condiciones del ambiente, la relación entre el espacio y su percepción. En ese sentido, el teatro comunitario debe, necesariamente, ser caudaloso, y por su naturaleza, hasta le está permitido desbordarse.
Hoy los grupos de teatro comunitario de todo el país están reunidos en una Red Nacional que los ampara. La mayoría cuentan con sede propia donde investigar sus creaciones, además de ser punto encuentro y de referencia barrial. Sin embargo, la calle continúa siendo el continente primordial, que se modifica para el arte y adquiere inmediatamente otra perspectiva, otro pulso. No es lo mismo la calle por la que se transita a diario, la plaza en la que se evoca (y explota) un verano de años atrás, que las voces unidas en un grito de protesta que resuena en el pavimento. No es lo mismo observar el contexto y permanecer expectantes. No es lo mismo contenerse en una arquitectura que desorganizar la mirada para intentar apropiarse de lo incapturable.
Los grupos de teatro comunitario no solo promueven el acercamiento a la actividad escénica. Al fomentar la participación y las decisiones democráticas a la hora de concretar un espectáculo, refuerzan el rol de los vecinos como actores sociales. Son vehículos de expresión y locomotoras para aquellos que se acercan por primera vez al arte, agentes transformadores en épocas de crisis y guardianes del patrimonio intangible de los recuerdos. Se nutren de la experiencia y son experiencia en sí mismos. Son ingenuidad y agudeza, bufones de la tragedia, máscara y revelación. Están en todas partes pero no se van del nido en que nacieron, como el mundo que se encuentra en todas partes y el teatro que se esconde en todos lados.