El viento que agita el prado

 

Una versión del clásico francés cuyas palabras se dicen al viento, porque es el viento quien se encarga de esparcirlas sobre la tierra.

 

De acuerdo con lo que plantea Michel Didym en una entrevista realizada en esta casa, El enfermo imaginario nos hace matar de risa porque reconocemos en las palabras de Molière la tragedia de ser humanos. Ciertamente es algo muy profundo encontrarnos a nosotros mismos en la propia desgracia: nos reímos de nuestra miseria espiritual porque es indudable que nos reconocemos en las aristas de sus personajes. Por otra parte, dice también Didym que el francés es el idioma de Molière, porque él supo extraer de esa lengua todas las posibilidades de comunicación y musicalidad. Y es en eso, justamente, en lo que radica el arte: en conjugar todas las variantes del ingenio con el propósito de ofrecerle un mejor entendimiento a nuestra propia vida.

Para Molière, es indudable, la religión y la ciencia de su época estaban igualadas cuando la gente, por creer en ellas a pie juntillas, se volvía idiota. A lo mejor es por eso que trascendió su tiempo y los tiempos, y al día de hoy se lo sigue representando en los escenarios del mundo, porque el escarnio de sus situaciones es el mejor espejo al cual echarle aliento. Eso es lo que nos hace reír, que lo opaco se crea brillante; que lo rancio, sabroso; que lo escaso, opíparo. Que para salvarse de la muerte un hombre case a su hija con un médico es tan ridículamente piadoso como pensar que en una baldosa cabe la sala de un palacio, o que pagar los impuestos nos librará de la parca. Didym dice que Molière comprendió antes que nadie que todo se trata del dinero y del cuerpo, porque sin cuerpo no podemos vivir y sin dinero no podemos vivir a cuerpo de rey.

Molière perfeccionó el entretenimiento para la realeza con sus comedias-ballet, el antecedente más claro de las actuales comedias musicales. Es en ellas donde hombres y mujeres dejan de temerle al ridículo para dejarse llevar por  pasiones artificiales, por las manifestaciones de la carne en movimiento, y por la participación en el espectáculo como parte de la comparsa. Es el contrato que firman los artistas con el público: ellos nos entretienen mientras nosotros observamos, creemos y consumimos la medicina que nos prescriben como paliativo a la soledad. Para Molière, el arte desafiaba a la naturaleza al momento de suspender la credulidad y derivarla a un mundo inventado sobre unos cuantos tablones de madera.

Pero es la naturaleza la que se encarga de administrar la vida y la muerte, tal como se ve en la notable escena de la voladura del teatro en Molière (Ariane Mnouchkine, 1978), esa en la que una tromba arrastra hacia un barranco un escenario montado sobre barriles, mientras los artistas de la troupe de los Dufresne permanecen sobre él intentando continuar la escena. El momento es muy gracioso: mientras el viento empuja las tablas, los actores se tambalean y hasta un rebaño de ovejas los persigue, pero roza la tragedia cuando el tablado se acerca al borde del precipicio y sólo la voluntad del universo calma al viento, y el destino los disculpa de un final terrible. El joven Jean-Baptiste Poquelin observa maravillado la situación, y aún más maravillado observa cómo Madame Dufresne le recrimina a su marido no haber continuado la comedia pese a todas las dificultades. Monsieur Dufresne se encarga de indicarle cuál será su hado a Poquelin, el futuro Molière, cuando dice, imponiéndose a su esposa: “¡El viento! ¡El viento! ¡El viento, mujer mía! ¡El viento es el siervo de marinos y molinos, pero nunca será el amo de los comediantes!”.

Por eso, cuando sobre el escenario de la sala Martín Coronado el público encuentre un tablado poblado de ánimas, la propuesta de Didym (que confiesa que en su vida personal estuvo muy cerca de morirse), se tomará de la mano de Molière (quien murió tras la cuarta representación de ésta, su última pieza). Y por un rato la risa, la sorpresa, la maravillosa sensación de que lo imposible se corporiza en un rectángulo de cartón pintado, volverá a dominar la atención del más incrédulo y se dejará llevar por el vendaval del teatro. Ese vendaval cuya gracia es capaz de asolar al mundo con una palabra, y que cuando se calma permite que florezca un mundo nuevo.

El enfermo imaginario

Autor Molière

Elenco
Argan Michel Didym
Toinette Elizabeth Mazev
Angélique Pauline Huruguen
Béline Catherine Matisse
Le notaire, Thomas Diafoirus, Monsieur Purgon Bruno Ricci o Léo Grange
Polichinelle, Monsieur Diafoirus, Monsieur Purgon Jean-Marie Frin
Cléante Barthélémy Meridjen
Béralde Didier Sauvegrain
y una niña en el papel de Louison

Coordinación de producción (CTBA) Natalia Uccello, Florencia Raquel García
Producción técnica (CTBA) Noelia González Svoboda
Asistencia de dirección (CTBA) Julián Castro, Mauro Oteiza

Música Philippe Thibault
Escenografía Jacques Gabel
Luces Joël Hourbeigt
Vestuario Anne Autran
Asistencia de dirección Anne Marion-Gallois
Coreografía Jean-Charles Di Zazzo
Maquillaje y peluquería Catherine Saint Sever
Diseño de sonido y música Bastien Varigault
Ensemble Stanislas (Laurent Causse, Jean de Spengler, Bertrand Menut, Marie Triplet)

Dirección Michel Didym

Una producción de Centre Dramatique National Nancy – Lorraine, La Manufacture; TNS – Théâtre National de Strasbourg; Théâtre de Liège; Célestins, Théâtre de Lyon

El enfermo imaginario se presenta en el Teatro San Martin gracias al apoyo del Institut Français, Embajada de Francia en Argentina.

Duración: 140 minutos

Estreno: 8 de junio de 2019
Última función: 16 de junio de 2019

Sala Martín Coronado
Teatro San Martín



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