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Una tragedia desatada

>> Fotos Gustavo Gavotti
 

La versión coreográfica de El reñidero de Sergio De Cecco, con la que el Ballet Contemporáneo inicia su actividad de este año, aparece como una puesta de fuerte contenido dramático y gran potencia visual. Para Alejandro Cervera, responsable del montaje, “las nuevas orillas son las del conurbano, donde se vive una violencia que nada tiene para envidiar a la de los griegos”.

 

Hace bastante tiempo, unos dos mil quinientos años, los griegos se sorprendieron con la historia de una mujer que, movida por la sed de venganza, conspiró con su hermano para asesinar a su madre. Se llamaba Electra y semejante crimen tenía sus motivos: la madre, Clitemnestra, había asesinado a su esposo, el rey Agamenón, valiéndose de la ayuda de su amante, Egisto. Electra y Orestes eliminaron entonces primero al amante y luego a su propia madre, dando final a una tragedia que –consignada por Esquilo, el primer gran trágico de la cultura occidental– se proyecta hasta nuestros días. Aunque olvidada por siglos, la historia de Electra cobró una fuerza particular en el siglo XX, a partir de las lecturas del psicoanálisis freudiano (que utilizó el mito como contraposición del célebre complejo de Edipo), de Jean-Paul Sartre en su obra Las moscas y del dramaturgo Eugene O’Neill, quien escribió su propia versión, libre y extensa, con el título A Electra le sienta el luto, entre otros tantos autores.

En estas tierras, a mediados de los sesenta, un hasta entonces ignoto dramaturgo, Sergio De Cecco, introdujo a Electra en el mundo del drama criollo, ambientando la tragedia en un universo de malevos y cuchilleros de Palermo, en tiempos del primer centenario. En El reñidero, tal el título de la pieza, la tragedia transcurre en la arena circular de una riña de gallos, donde se recrea el permanente estado de duelo que imperaba en los arrabales porteños, evocando el sometimiento al destino como algo irrevocable, muy parecido al de los antiguos griegos.

La pieza se estrenó con gran éxito en 1964 en la Sala Casacuberta del Teatro San Martín protagonizada por Luis Medina Castro y Elisa Estela con dirección de Santangelo, y fue repuesta por el mismo director en 1977 con la recordada Elena Tasisto en el papel del personaje central. Y tras una gira que la llevó primero a varios países de Hispanoamérica y luego a Rusia, El reñidero se convirtió en una obra emblemática del repertorio del Teatro San Martín.

Ahora, medio siglo después, el coreógrafo Alejandro Cervera tradujo la tragedia de Electra al lenguaje de la danza y creó un espectáculo verdaderamente impactante que estrena el Ballet Contemporáneo en la misma sala Casacuberta.


–¿Cuál fue el germen de su Reñidero?

–No tenía mucho recuerdo de la versión que se hizo en los setenta, aunque sí la recordaba como una obra reconocida del repertorio del San Martín. Más que nada me atrajo que está inspirada en la Electra de Sófocles, uno de los grandes mitos de la cultura occidental que ha sido tomado por grandes autores de la cultura del siglo XX. Estos mitos fundacionales para el mundo occidental me atraen mucho así como ese nivel de tragedia desorbitada, y también el camino que hizo De Cecco, quien ubica la tragedia en la Buenos Aires orillera y violenta de 1905. Personalmente, imagino la historia en las nuevas orillas de Buenos Aires que son las del conurbano bonaerense, ya que Palermo hace rato que dejó de ser el barrio de malevos que inspiró a Borges. La violencia de los griegos sigue apareciendo en las familias poderosas y también en las de las clases con menos recursos. Por eso le pedí a Zypce, quien se encargó de la música y el sonido, que usara la cumbia, un ritmo que, además de escucharse en esos territorios, remite a un estado como dionisiaco. Te transporta a una danza desorbitada, a la pérdida de la conciencia y el desborde de los sentimientos, a las pulsiones, los deseos y las formas violentas.


–Esa violencia se refleja en la intensidad dramática de la danza.

–Desde el inicio imaginé un paisaje de cuchillos. Por eso insistí que necesitaba los cuchillos desde el principio, al inicio de los ensayos. Y después aparecieron los revólveres, como una forma de dar cuenta de la violencia que es el signo de la puesta.


–¿Era casi inevitable la inclusión del tango en la música?

–Me parece que el bandoneón es emblemático e icónico de lo argentino y está muy vinculado al tango. Por eso la inserción de un bandoneonista en vivo. Pero además Zypce realizó un trabajo extraordinario con tangos de la década del veinte pertenecientes a la colección del Instituto Nacional de Musicología, que yo había utilizado hace ya tiempo, en mi obra Tango Vitrola. Pero además estará en escena el percusionista Arauco Yepes, un artista extraordinario, con quien trabajé en La niña helada, una ópera de Patricia Martínez que dirigí en el Centro Cultural Recoleta, y quise que participara de este proyecto. La música y el sonido provocan una gran intensidad en los bailarines, en los movimientos, y operó también en ciertos niveles de actuación.


¿Cuál es la marca que define a El reñidero en relación a sus obras anteriores?

–Pienso que hay una teatralidad penetrante y trabaja con una gran cantidad de verdad. La escena de la cama-féretro, por caso, es fundamental, porque allí se producen los momentos fundamentales de la historia: El reñidero comienza justamente con el velatorio de Pancho Morales, una escena muy intensa que me hizo recordar el inicio de La casa de Bernarda Alba de García Lorca. Después, quería que se escucharan las palabras de la obra de De Cecco, por lo que incluí a una actriz que apoya desde el texto a las imágenes y el movimiento, aunque claro no se trata de una narración lineal de la historia. Creo que su inclusión le suma potencia dramática a la poética general de la puesta.

–Es notable cómo los mitos clásicos siguen provocando al espectador del siglo XXI

–Sin dudas. Son obras de una belleza extrema. El año pasado tuve la suerte de montar Orfeo y me pasó algo similar: sorprenderme de cuán presentes y actuales son esas historias tan antiguas y hasta qué punto tienen que ver con nosotros.


–¿Cuáles son las características más importantes del vestuario y la escenografía?

–Salvo en algunas escenas muy puntuales, en relación con el vestuario me importó más que nada que no interfiriera en el movimiento de los bailarines. Privó un criterio de mucha comodidad y que los bailarines no perdieran su fuerza por usar zapatos o estar descalzos. Julio Suárez diseñó un vestuario que se corresponde a la época, comienzos del mil novecientos, aunque con ciertos guiños de contemporaneidad. En cuanto al espacio, la Sala Casacuberta ofrece una cercanía con el espectador que claramente le viene muy bien a la propuesta. Y lo que primero pensé, que en esta puesta es fundamental, es un piso rojo. Un piso de “sangre”.


–En lo personal, ¿cómo fue volver a montar una obra con la compañía?

–Me pasan muchas cosas que me ponen al borde de la emoción. Es muy hermoso estar en el San Martín, donde tengo una historia tan larga, donde me formé y crecí con grandes maestros como Renate Schottelius y Ana Itelman. Montar con el Ballet siempre es un privilegio y una alegría.



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