# Dossier 1 / TEMPORADA INTERNACIONAL
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/ UNA TEMPESTAD QUE DESBORDA EL ESCENARIO
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Una tempestad que desborda el escenario

Por Por Marcelo Cohen y Graciela Speranza
 

La historia de un agravio que espera reparación. Una reflexión sobre la naturaleza de la codicia. Una fábula sobre las diferencias culturales. Una metáfora del arte teatral y una gran historia de amor. La última obra de Shakespeare es todo eso y mucho más. En la nota que sigue, Marcelo Cohen y Graciela Speranza, autores de la versión que se presenta en el Teatro San Martín, reflexionan sobre los motivos por los que, a cuatro siglos de su estreno, La tempestad sigue deslumbrando al espectador.

 

Estamos a comienzos del siglo XVI, época en que algunos príncipes se entusiasman con un saber humanístico universal pero la mayoría opta por la gestión eficaz y despótica del Estado –que de otro modo, dicen, se desmembraría. Próspero, duque de Milán, se aplica tanto al estudio que delega el gobierno en su hermano Antonio, quien en connivencia con Alonso, duque de Nápoles, acaba usurpando el trono. Abandonado en alta mar con su hijita Miranda, sobrevive gracias a la compasión de un cortesano bondadoso, Gonzalo, y llega a una isla inhóspita. Próspero, mago blanco capaz de convocar a su servicio fuerzas naturales y sobrenaturales, es uno de esos hombres que la historia de Occidente dejaría por el camino, derrotados augures de una ciencia que debía conciliar espíritu y trabajo. Tiene libros, una capa y una vara. Valiéndose de Ariel, un duende etéreo que estaba aprisionado en un tronco, y del único habitante autóctono, Calibán, Próspero vive doce años no infelices. Un día aprovecha la cercanía de un barco que transporta a Antonio, Alonso y otros nobles para desatar una tormenta, hacerlos zozobrar y atraerlos a la isla. Orquesta para ellos distintas pruebas por el estupor o la ebriedad; los enfrenta con lo que hoy llamamos lo otro: la naturaleza, el mundo ultraterreno e incluso el otro absoluto de un europeo, el “monstruoso” Calibán; los desquicia, desnuda la ruindad ambiciosa de unos y la ingenuidad de otros y los arrastra al miedo, el dolor de la pérdida, la duda de estar vivos y el arrepentimiento. Como vía para educarlo, permite que Calibán intrigue contra él. Casa a Miranda con el hijo de Alonso. Se presenta al fin, reclama su ducado y lo recobra. Perdona a todos, devuelve a Ariel al aire, tira al mar capa, vara y libro mágico, anuncia que volverá a Milán y, a medias persona, a medias director, sin grandes esperanzas, pide al público que lo libere con su aplauso.

Si se mira con crudeza, La tempestad es la historia de un desquite que toma la forma de una lección. Pero la trabajosa reparación de una afrenta no explica las contradictorias sensaciones de desazón, levedad y regocijo que deja la obra. Se la ha leído como la despedida de Shakespeare del teatro, como una meditación sobre el carácter irremediable de la codicia, o la imposibilidad de las sociedades; también como fábula lúgubre sobre la diferencia cultural, como tributo a la búsqueda de una religión sin iglesias, como anuncio de una utopía dudosa y, por supuesto, como el paradigma de comedia amarga que acuñó Shakespeare. La obra es efectivamente todo esto. Pero si, entre otras cosas, Shakespeare inventó la galería de tipos humanos con que hoy nos seguimos leyendo, si reconocemos en la literatura de la vida al penetrante obsesivo Hamlet o el exuberante nihilista Falstaff, y más aún vemos recreados e invertidos sus conflictos, no es fácil ver cómo obra en nosotros el argumento caprichoso de La tempestad. Sin embargo perdura, en las glosas y el recuerdo realimentado, y entre el misterioso paradero de esa fábula y la vigencia de sus asuntos podemos acomodarnos, perplejos. La tempestad es un generoso espacio en blanco, una hipótesis de conciliación de fuerzas heterogéneas; una nube.

Parte del misterio está en la forma. La obra empieza con la tormenta (las dos de la tarde) y en seguida recapitula las vicisitudes de Próspero; los siguientes cuatro actos y medio cuentan unas cuatro horas de acción, como si Próspero pusiera en escena una comedia fantástica en tiempo real para reparar lo que le causó una tragedia incomprimible. Sabemos que, de la serie de cuatro romances a que pertenece (los otros son Cuento de invierno, Cimbelino y Pericles, obras caracterizadas por el tiempo lábil y las peripecias catastróficas), La tempestad es la única que respeta las unidades dramáticas clásicas. Pero en el marco de esas normas severas que Shakespeare había hecho trizas, despliega una conspiración criminal y su contrapartida payasesca, la reforma de los espíritus descarriados, una historia de amor acabada en boda y el montaje secundario, por una troupe de duendes, de una obrita pagana para deleite de los novios. Casi un pase de magia. Frances Yates sostiene que La tempestad es una respuesta de Shakespeare al Fausto de Christopher Marlowe, esa macabra condena de la ambición de un mago negro; y que, si Fausto es una obra de la reacción católica contra los magos isabelinos, La tempestad es un emblema optimista del cristianismo cabalístico y tolerante, esa religión nueva pero oculta a la que adherían Shakespeare y otros contemporáneos (entre ellos quizá la reina Isabel). Es una interpretación absorbente pero parcial.

A la magia que practica, Próspero la llama “arte”. Y es difícil pasar por alto que La tempestad también trata del teatro. El espectador ve dos obras al mismo tiempo: la de Shakespeare y la estructura dramática obrada por Próspero, dentro de la cual cada personaje es definido por el espejismo con que la magia lo enfrenta. Vagando por la isla, los conspiradores creen ver un banquete, Gonzalo vislumbra una comunidad ideal, Calibán toma a un borracho por un dios, Fernando recibe los consejos amorosos del Olimpo y los marineros encuentran su barco restaurado. Para que todo esto sea posible, Próspero tiene que ejercer un dominio constante. Por eso es tan mudable: unas veces parece un ángel guardián, otras un gerente autoritario y tecnócrata. Ariel y Calibán sienten esa dureza en carne propia, y parece que solo el verso de Shakespeare les permitiera salvar, a uno su candor aéreo, al otro su tosca dignidad. Para el desconsolado Fernando, una canción de Ariel transmuta la muerte en nueva vida: “Yace tu padre hondo en el mar / y de sus huesos se hace coral; / son ahora perlas lo que eran ojos…”. Calibán no sólo es guía de náufragos extraviados; su inspiración los serena: “No temas, la isla está llena de rumores, / ruidos y aires dulces que deleitan y no hieren. / A veces oigo vibrar mil cuerdas en un rasguido…”. Para Próspero, el mago artista, mantener una ilusión es tan arduo como le fue molesto atender los negocios de Estado. Y se diría que en la tensión que lo agobia a Shakespeare representa algo más que las ambivalencias del hombre de teatro: es como si anticipara el conflicto del siglo veinte entre la autonomía del arte y la incidencia del artista en el mundo. O bien mostrara la grieta que separa el tiempo de la ilusión del tiempo del poder y la muerte. Los sueños pueden señalar la verdad pero también propiciar el engaño. Cuando Miranda descubre a la partida de nobles náufragos que su padre ha hecho recalar en la isla, y dice los famosos versos: “¡Qué bella es la humanidad! / ¡Magnífico mundo nuevo, que tiene tales habitantes!”, Próspero le contesta: “Es nuevo para ti”. Porque las maravillosas gentes son una banda de traidores, asesinos y borrachos no del todo reformados.

La tempestad se representó por primera vez ante la corte de Jacobo I, el sucesor de Isabel, el 1º de noviembre de 1611. Para concebir la isla (situada más o menos entre Túnez y Nápoles), Shakespeare puede haberse basado en algunos relatos de colonización de América. Uno de ellos se conserva: en julio de 1609, una tormenta hundió la nave Sea-Adventure frente a las Bermudas; en mayo de 1610 los colonos llegaron a Virginia, después de haberse refugiado en una isla y construido balsas. Copias de una carta que contaba la peripecia circularon por Londres a fines de ese año. Otras lecturas que la obra no esconde son las Metamorfosis de Ovidio (en el discurso final de Próspero), la Eneida y el ensayo de Montaigne sobre los caníbales, donde se recuerda a los europeos que quien tortura para imponer un dios quizá no tenga derecho a juzgar otras costumbres. Si para algo sirven estos datos es para realzar la soltura con que Shakespeare sintetizó la información más surtida en una trama que diseñó él mismo. Esa trama debía ser certera para cautivar al público de la época, pero fatalmente extemporánea porque era la puesta en acto de una visión.

La visión pertenece a un espacio intermedio donde la realidad ha sido amplificada por la imaginación. Si La tempestad nos sigue inquietando es porque ha abierto un lugar que desborda el escenario. Basta un desarreglo de los sentidos o una turbulencia de las emociones, una ebriedad (la ebriedad, también, como un estado del lenguaje), para que la antinomia entre lo real y lo fantástico se vuelva rudimentaria. “Todos los tormentos, inquietudes, maravillas y estupores residen aquí”, dice Gonzalo de la isla. Pero hay algo más inquietante todavía, y es la certeza de que fuera de ese mundo la vida cede casi entera a la administración dominante, el forcejeo y la sospecha. Cuando casi al final de la obra Próspero dice que ya en Milán dedicará “uno de cada tres pensamientos a la tumba”, el espectador se pregunta por qué quiere irse de la isla. Pero en la última línea, Próspero insiste en pedir que lo liberemos, como si más que en la isla o en el escenario, estuviera preso en el tiempo de las convenciones, o en nuestra vigilancia.

Puede que en la peligrosa libertad del mundo haya una posibilidad de que el trabajo humano no se oponga a la naturaleza ni la conciencia al sueño.  Es la posibilidad Don Quijote, ese Próspero invertido que aplica la tramoya del arte a sí mismo y deja que la ilusión impregne a toda la sociedad. Pero para Shakespeare la locura era calamitosa: podía ser Lear. En 1612, un año después del estreno de La tempestad, dejó el teatro para ocuparse de la familia y los negocios en Stratford, su ciudad natal. En algún momento escribió dos piezas más. En 1616 murió. En 1623 dos ex compañeros suyos, John Heminges y Henry Condell, publicaron sus obras completas, el llamado Primer Folio: La tempestad abre la serie. Una década más y la reacción puritana lograría cerrar por un buen rato todos los teatros de Londres, esos focos de disolución. La multitud de tipos humanos que había creado Shakespeare en el teatro se iba a dispersar en la novela, donde el tiempo absuelve al héroe en el espacio. Los espectadores teatrales consolaron su desdicha leyendo junto al fuego.



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