# Dossier 7 / NUEVO CINE ARGENTINO EN LA LUGONES / EL GéNERO DE LA RESISTENCIA NOTAS RELACIONADAS       

El género de la resistencia

Por Por Roger Koza
 

La visita de un músico de vanguardia al país precipita un conjunto de situaciones que invocan y evocan a un cuento clásico de la literatura infantil: “La vendedora de fósforos”.

 

El esqueleto simbólico de esa obra de Hans Christian Andersen permite situar un sentimiento que sobrevuela el filme: la distancia entre lo que sucede y lo que se desea. La forma de conjurar parcialmente esa brecha es la resistencia, un término que alude a una virtud personal y comunitaria. De esto no se habla en el filme, pero esa intuición sí lo contiene.

La vendedora de fósforos está hilvanada (melódicamente) por situaciones. La estructura narrativa es tan heterodoxa como eficaz. El prestigioso compositor alemán Helmut Lachenmann viene a presentar una obra al Colón que lleva el título del cuento de Andersen. Un tal Walter, que trabaja en la institución, tiene que encargarse de la puesta en escena de la obra, no sabe qué hacer y su mujer, que trabaja como asistente de una eximia pianista, lo ayuda. Además, tienen una hija, y no parece sobrarles el dinero. Sobre esos dos elementos, Alejo Moguillansky orquestará varios episodios “anecdóticos” que le otorga un lugar al arte frente a la política. Habrá también breves instantes de suspenso: un paro, un robo, alguien extraviado.

Moguillansky es el cineasta más raro entre los independientes. Todas sus películas están signadas por un misterioso ritmo y una relación con las artes; todas tienen un cierto espíritu de comedia y nunca están organizadas en torno a un personaje (ni siquiera Castro). En La vendedora de fósforos, todo lo que viene haciendo con anterioridad resplandece con absoluta amabilidad.

ROGER KOZA: En un inicio ustedes tenían planeado documentar la visita de Helmut Lachenmann al país y sus ensayos en el Colón. Como es habitual en sus películas, a ese primer registro se lo trastocará en pura ficción. En todo su cine parece existir un principio poético que consiste en hallar segmentos de lo real para después fagocitarlos en pos de la ficción, como si usted trabajara interrogándose acerca de cuánta ficción existe en la realidad y cómo se puede emplear ese hallazgo en un film de naturaleza ficcional. ¿Cómo trabaja con estos elementos?

Foto: Laura Morsch Kihn

ALEJO MOGUILLANSKY: Hay que decir que no se trata de un método preplanificado; no es del todo racional. La razón por la cual varias de mis películas comienzan con un hecho real tiene varias explicaciones. Una podría ser que se me ha vuelto necesario que las cosas que acontecen en una película realmente acontezcan por fuera y dentro de ella. Sencillamente me siento un idiota escribiendo un guión desde la misma nada, preparando una imagen, haciendo como si hubiera algo cuando lo que realmente hay es un abismo. La ficción es tarea de titanes, y si la ficción no es verdad, entonces yo creería que no es ficción. Hay cineastas que admiro mucho que tienen el temple de partir de cero y construyen grandes relatos, hacen grandes construcciones, exclusivamente ficticias. En mi caso, se me ha vuelto cuesta arriba ese momento cero de partir de la misma nada. No es que no confíe en la imaginación. Al contrario: confío demasiado, le entrego todo lo que tengo. Y me suele pasar que si la imaginación se vuelve mínimamente esquemática, entonces me resulta —justamente— poco imaginativa. Por suerte, para salvar momentáneamente ese problema el cine se ha mostrado sumamente generoso con nosotros: nos ha hecho saber que este, nuestro mundo, puede formar parte del suyo, puede ser un mundo filmado y aún más: imaginado. Claro que eso genera confusiones porque uno cree todo el tiempo que nuestro mundo, nuestra patria, es efectivamente el cine (y en efecto lo es) y uno termina en algo cercano a la demencia, que por otro lado (hay que decirlo) es una muy aconsejable forma de la ficción. Como sea, creo que nuestras películas han dejado de distinguir muy bien aquello que es ficción de aquello que el sentido común toma por real. Nuestro trabajo, más bien, es el de generar imágenes verdaderas, películas verdaderas.

 

‒¿Cuál fue el punto de partida?

‒En La vendedora de fósforos nuestro punto de partida fue una filmación documental que ya albergaba el centro alrededor del cual giraría buena parte del asunto: un compositor alemán, veterano de las vanguardias del siglo XX y capaz de hablar de armonía y de Marx en la misma frase, viene al Teatro Colón a montar una ópera cuya música es de una aridez y desolación cercana a la desgracia. Le dan la sala grande del teatro a modo de desafío. Y en el medio de eso: un paro general de transporte provoca peleas entre la orquesta y las autoridades del teatro. He ahí entonces al provocador germano antiburgués Lachenmann enfrentado al gremio de una orquesta latinoamericana de un país en huelga. Esa imagen fue nuestro punto de partida. A partir de ahí nuestro trabajo fue el de rodearla de ficción, de otorgar las imágenes justas para tamaña paradoja. Así inventamos el personaje con María Villar, Marie, de quien no teníamos la más remota idea. Durante un largo tiempo nos juntamos con ella en la casa de Margarita Fernández a filmar escenas alrededor del piano sin ningún tipo de guion. Luego le inventamos una hija, que supo ser mi propia hija Cleo, y finalmente nos pareció que no era mala idea completar la familia con un padre, que devino Walter Jakob, y que en la ficción hace la vez de régie en la ópera de Lachenmann.

‒La voz en off que se escucha en la primera escena también tiene algo de confesión. Parece la descripción de una receta. El film resulta la cocción de esos signos. Es evidente que hay una forma lúdica de hacer ficción en la que no se cuenta con un guion establecido. A menudo se entiende que un film que se escribe en el montaje es un documental, pero ustedes escriben el guión en el montaje. ¿A qué se debe esta inversión?

‒Quizás el caso es que este film no distingue la ficción del documental como categorías diferentes. Quizás sea que esta película piensa más parecido a un pintor que se enfrenta a un retrato. Quiero decir: así como no le preguntamos a una pintura si lo que ha sido pintado es ficción o documental (o al menos yo no acostumbro hacerlo), este film tampoco tiene en su haber ese comisario que le pide documentos a una imagen para averiguar si fue inventada o sencillamente descubierta por alguien y proyectada hacia el cine. Se trata en todo caso de eso, de imágenes, en su plena materialidad, en su indigesta impredecibilidad. ¿Desde qué otro lugar podríamos trabajar nosotros entonces, si no es desde el montaje como el verdadero lugar de escritura? Una película como La vendedora de fósforos necesariamente se filma primero, luego se monta, y finalmente se escribe. Eso hicimos. La voz en off al comienzo del film a la que usted se refiere, anunciando buena parte de lo que va a suceder, yo diría que es todo lo contrario a una receta. Está escrita a posteriori. Es casi una conclusión, o una forma de la dramaturgia parecida al título Un condenado a muerte se ha escapado de Robert Bresson. Allí el título nos despeja la duda de aquello que va a acontecer para poder concentrarnos en cuándo y cómo sucederá. De alguna manera es lo que pedía Hitchcock del suspense. Sabemos exactamente lo que va a pasar. Lo que no sabemos (y lo que nos asfixia) es cuándo. Mi tarea como cineasta creo que tiene mayormente que ver con eso. Tal es así que en mis últimos films he dejado que ese acontecimiento que sobreviene ni siquiera sea algo que yo haya escrito; es algo que ha ocurrido con el mayor grado de realidad documental incluso por fuera de la película, y sobre lo que el relato gira.

‒El tono ligero del film puede hacer olvidar que nunca deja de remitir al poder y a la resistencia a este. ¿Cómo lee su película en clave política? Hay una huelga, cartas de militantes…

‒Yo no sé de dónde ha sacado nuestra época que una comedia (que es lo que yo practico) no pueda tener una filosa arista política. Es uno de los grandes malentendidos de nuestro cine y nuestra crítica. A mis propias películas algunos comisarios las han sentado en el banquillo de acusados, se las tilda de objetos que no se dejan atravesar por el presente histórico que nos toca vivir. Otros comisarios que custodian desde el cuartel de enfrente las han acusado exactamente de lo contrario. Imagínese que desde nuestro punto de vista la cosa se torna más bien graciosa y un poco absurda. Creo que el origen de ese malentendido esta en esa palabra: comedia. Como si ya nos hubiéramos olvidado que cuando Lubitsch hizo Ser o no ser promediaba el año 1942, estaban en plena guerra. Hoy se ha contaminado la recepción crítica de los films con esa bipolaridad de los discursos que vuelve el paisaje un tanto irrespirable. El mismo dedito acusador que circula en las redes sociales se ha apoderado de nuestra relación con las formas, que es lo que nos define. Se les pide a las películas una solemnidad atroquelada para poder saber de antemano en qué sector de la platea ponerlas y qué pancarta colgarles. El problema es que nosotros y nuestros films ni siquiera tenemos los tickets para ese partido, aunque estemos jugando en el mismo campeonato. Es innegable que un film como La vendedora de fósforos participa de una dimensión eminentemente crítica de este presente y, desde el momento en que se filma dentro de una institución pública como un teatro del Estado, se trata de un relato atravesado por la política. Resulta evidente que el film encuentra entre una carta escrita por un militante alemán de los años 70 y el presente de nuestro país similitudes alarmantes. El equilibrio en todo caso radica en que esas puntas no terminen por deglutir enteramente el film con la misma voracidad que la bipolaridad política que comentábamos antes se apropia de todo lo que tiene en el camino. Somos conscientes de que hemos tomado un camino arriesgado, pero no sabemos hacer otra cosa que comedias. Y aquí estamos pues.

‒Sus últimas películas están situadas en instituciones artísticas o en situaciones de trabajo de artistas. Bailarines, cineastas y ahora músicos. Otra tendencia en su cine pasa por trabajar con varios personajes; no prioriza un personaje, sino un colectivo o un grupo. ¿Qué busca en esa elección?

‒En efecto, hace ya varias películas que los personajes son artistas trabajando. No forma parte de un programa premeditado. Más bien diría que filmo lo que tengo cerca con la misma intimidad y el mismo afecto con que un pintor trata de acercarse a la persona que retrata, como Degas con sus bailarinas, como Ford con sus cowboys, como Melville con sus rufianes. El que siempre sean varios tiene que ver con un gusto intrínseco por Jean Renoir o por la comedia italiana. Me alimento de eso. Me cuesta pensar en una sola cosa. Más bien recién puedo empezar a pensar cuando hay tres o más cosas sucediendo al mismo tiempo; recién ahí empiezo a poder entender y trabajar los materiales y los personajes. También es una manera de entender a los personajes no solamente en su individualidad sino también como partícipes de un gran movimiento de mundo. Es una idea que Fellini o Tati supieron comprender muy bien. Los aspectos trágicos de films como estos se ubican sobre todo en esos intersticios, en personajes que forman parte de un enorme movimiento y no tienen siquiera tiempo para mirar para atrás y ver el desastre que están provocando a sus espaldas, como aquel Angelus Novus, el Ángel de la Historia que se resiste al progreso y mira desesperado la catástrofe que va dejando la Historia tras de sí. En ese sentido, sí, nuestras películas tienen algo inevitablemente catártico. Aunque el abordaje no sea psicológico o naturalista, los problemas que tienen esos personajes son mayormente los problemas que tenemos nosotros mismos.

‒Una de las virtudes de sus películas radica en el ritmo de las escenas en sí y entre ellas. La relación que el film establece con la música es fundamental. ¿Puede decirse que usted piensa musicalmente la relación de los planos entre sí?

‒Además de dirigir, tengo el oficio de montajista de cine. Las velocidades, los ritmos de un film son algo muy poco decible de lo que también están hechas las películas. Mi aproximación al montaje tiene que ver mucho con esa materia y encontrar allí algo parecido a una sensibilidad palpable y asimilable aunque resulte inverbalizable. Recuerdo con mucha nitidez estar en la Sala Lugones y llorar mirando JLG / JLG de Godard. Cuando me pregunté a mí mismo por qué lloraba, me di cuenta de que era un sentimiento que venía desde la materia misma de la película; lo fulminante era la película en sí misma, su cadencia, su manera, su forma de decir aquello que se decía y se escuchaba, pero también cómo se decía y cómo se escuchaba; cómo un parlamento era acechado por una música de Beethoven, cómo el ruido de una frenada interrumpía la imagen de un pastizal. Cuando los films logran mirarnos ellos a nosotros, se trata de un momento sublime y de algo cercano a la inmortalidad. Si uno es consciente de tal cosa, si se ha estado en ese lugar con ese estar tan extraño de muchas personas en la plenitud de su soledad y al mismo tiempo juntas en la oscuridad de una sala de cine, uno quiere navegar para siempre en esas aguas. Y esos mares, en mi caso, están atravesados por aspectos meramente musicales. No hago tanta diferencia entre la partícula centelleante del viejo celuloide vibrando libre y proyectada al mundo y una redonda pomposa y burbujeante de un clarinete. Se trata de materias relativamente hermanas y con los mismos derechos en el país del cine.

‒En sus dos últimas películas hay referencias directas a Robert Bresson, pero en esta segunda oportunidad el riesgo es mayor, porque directamente se imita una escena. ¿Cómo se les ocurrió tomar prestado un pasaje de Al azar Baltasar?

‒La historia es la siguiente: cuando vino Lachenmann a Argentina a montar su ópera La vendedora de fósforos en el Colón, una de las pocas personas acostumbradas a interpretar su música en el piano era —y sigue siendo— Margarita Fernández. Esa es la razón por la que se produjo ese encuentro entre ellos dos, que el film atestigua. En ese momento Margarita preparaba un concierto del Andantino de la Sonata en La Mayor de Schubert que se utiliza en Al azar Baltasar de Robert Bresson, y sobre cómo estaba utilizado en relación con las peripecias argumentales y afectivas de la película. El efecto de ese concierto-proyección de Margarita fue devastador para todos los que tuvimos el privilegio de verlo. Tal es así que se nos ocurrió incluir tal cosa en nuestra película como si se tratara de una escena en su casa junto a Marie y la pequeña Cleo. Obviamente, no funcionó. Era un armatoste que desencantaba toda la ligereza e inteligencia que tenía su formato original. Pero quedaron restos de eso y es lo que se ve en el film: la niña haciendo tiempo en el trabajo de su madre, mirando la única película que tenía a mano sobre animales, que es Al azar Baltasar. Margarita, que es de una lucidez y sensibilidad pocas veces vista, solía decir que hay varias vendedoras de fósforos en este nuestro film: el mismo personaje de la niña que muere en una noche de año nuevo, pero también el burro Baltasar del film de Bresson con el destino trágico de un burro de carga, pero también Franz Schubert, a quien nunca le estrenaron una obra en vida, pero también Gudrun Ensslin, la activista del Ejército Rojo alemán, que muere en prisión y es traída a la película a través de la ópera de Lachenmann. Dentro de esa explosión del personaje de la vendedora en infinitos cuerpos y rostros, no nos pareció desatinado que la niña del film, Cleo, pudiera soñar con las imágenes que ha visto durante todo el relato, y que son justamente las del burro de Al azar Baltasar. Con ese instinto filmamos en 16 mm una versión color de una escena del film de Robert Bresson, cuidando cada encuadre, cada corte al detalle. Yo ya había incluido en otra película mía (El escarabajo de oro) una escena de Bresson. Digamos que lo pienso como una invitación afectiva. También nuestro film piensa en Mozart, en Schubert, en Beethoven, y los piensa en el término más afectivo de la palabra. Cuando a Margarita Fernández le preguntaron en el estreno del film en el BAFICI cómo se sentía rodeada de esos grandes nombres, ella respondió con total honestidad. Dijo: “Me siento rodeada de grandes actores. Mozart, Beethoven, Schubert y Bresson en este film son grandes actores”.

‒Hugo Santiago ha muerto. Es una ausencia insustituible para el cine argentino. Usted trabajó con él. ¿Qué aprendió a su lado?

‒La ausencia de Hugo es algo difícil de asimilar. Supongo que es porque nunca dejó de estar presente y lo sigue estando y uno sigue haciendo películas y dialogando con él, y él sigue poniendo esa cara de viejo zorro haciéndonos saber qué es lo que piensa de tal cosa y de tal otra. No sé cómo lo hace, pero lo sigue haciendo hasta el día de hoy. Para nosotros fue un honor trabajar a su lado, entender tretas de montaje que venían desde la compaginación de films de Bresson, de quien fue asistente. Que Hugo haya logrado unir la tradición de Bresson con la de Borges es un hecho formidable, y poder haber sido parte de esa cosmogonía es de una fortuna indescriptible. Lo que se fue con él es realmente inmenso e inabarcable. Hugo es alguien que dio su vida por el cine con unas agallas sin muchos precedentes históricos o literarios. Aun con la mezquindad con la que se recibieron en su momento algunos de sus films. Lo curioso es que esa mezquindad sigue existiendo en el presente si uno presta atención a la recepción crítica de su última película, El cielo del Centauro. Lo mismo sucedió con Invasión en su momento y la historia la puso luego en un lugar central dentro del cine hecho en nuestro país y en el mundo. Esa perseverancia, esa tenacidad, es algo que Hugo Santiago nos enseñó, claro. Pero digamos que nos enseñó, sobre todo, a entender que entre nuestras vidas y el cine no hay grandes diferencias, y que esa es nuestra patria en la que él hizo que las cosas de ese país nos conciernan de una forma visceral.

Esta entrevista fue publicada en una versión reducida en Revista Ñ y republicada íntegramente en el portal Con los ojos abiertos.



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