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Günter Grass: Encuentros con Brecht

 

“Sigo creyendo que hice justicia a Brecht en la medida en que señalé sus contradicciones. Fue un gran hombre que resiste la crítica. No se merece que lo coloquen en un pedestal, el lugar preciso en el que no quería estar”, dice el autor de El tambor de hojalata sobre su compatriota en esta entrevista publicada originalmente en la revista Theater der Zeit.

 

Entrevista de Therese y Frank Hörningk con Günter Grass en la revista Theater der Zeit (Selección y traducción de Silvia Fehrmann)

‒Nuestra conversación estará concentrada en sus encuentros con Brecht, tanto en lo que se refiere a la obra como al personaje. ¿Usted lo conoció en persona?
‒Conocí a Brecht a principios de 1953 en Berlín. Me había pasado de la Academia de Arte de Düsseldorf a la Escuela Superior de Artes Plásticas en Berlín. Me fui de Düsseldorf  porque el milagro económico se había establecido allí de manera tal que se fue desvaneciendo, hasta desaparecer por completo, la necesaria confrontación con otros temas, como la historia entonces reciente de Alemania, que era lo que yo estaba buscando. En Berlín, en cambio, había una reflexión intelectual sobre esas cuestiones, si bien en los términos polarizados de la Guerra Fría; eran debates muy encendidos. Participé como oyente en muchas discusiones, en las que se enfrentaban personalidades de gran peso. Brecht estuvo presente en una de esas ocasiones. Fue la única vez que lo vi. Estaba sentado con su cigarro, sin decir palabra. Y se mantenía fuera de la discusión. Lo interesante de la constelación Berlín Occidental–Berlín Occidental era que allí vivían las grandes personalidades de esos tiempos, al menos en materia de arte. En esa época, me interesaban los dos poetas vivos más importantes de la República de Weimar: Bertolt Brecht y Gottfried Benn. Me parecía que ambos representaban las circunstancias duales de Alemania después del ´45. Ambos me decepcionaron por igual, porque para mi gusto, hablaron demasiado poco sobre los crímenes del pasado. Después de la guerra, yo buscaba en qué confiar, puntos de referencia, pero me encontré con que o bien se idealizaba el pasado o bien se lo disimulaba. Había esperado que, a más tardar después de muerto Stalin, Brecht hablara con mayor claridad sobre el estalinismo o que se condujera de manera diferente después del levantamiento del 17 de junio de 1953. No debe olvidarse que Brecht tenía una visión bastante más profunda de los sucesos históricos que muchos comunistas más simples. Le reprocho que haya guardado silencio en el momento decisivo, que en 1953 no se haya referido a la evolución de las condiciones políticas en la República Democrática Alemana. Nunca dejé de preguntarme por las causas de ese silencio. Ahora, esa pregunta cobró una urgencia aún mayor, puesto que debemos reconocer en Alemania que siempre, hasta el día de hoy, nos sentimos alcanzados por las secuelas de las dos ideologías asesinas de nuestro siglo: el nacionalsocialismo y el estalinismo. Finalmente, no debemos perder de vista que algunos de los amigos y compañeros de Brecht en la República de Weimar fueron víctimas de Stalin. Son cuestiones que incidieron en su biografía. Me decepcionó que ni Brecht ni Benn (el segundo por su temprana proximidad y, sobre todo, por su demostrada coincidencia intelectual con el nacionalsocialismo tras la asunción de Hitler en 1933) pudieran dar a la generación más joven explicaciones mínimamente convincentes sobre sus propias posturas y elecciones individuales. Yo tenía 17 años cuando fui confrontado en 1945 con todos los crímenes que, supuestamente, habían cometido los alemanes. Al principio,  no quise creerlo y consideré que todas esas revelaciones de los primeros meses de la posguerra (en ese entonces yo era prisionero de los norteamericanos), eran pura propaganda. Solo cuando un tiempo después, durante los juicios de Núremberg, escuché por radio a quien fue mi conductor en la Juventud del Reich, Baldur von Schirach, quien libró de culpa y cargo a la Juventud Hitleriana, pero confirmó los hechos criminales, incluyendo el genocidio de los judíos, sólo entonces tuve plena conciencia del alcance de todo lo sucedido. Eso es lo curioso: mis primeras nociones sobre el período nazi no se las debo ni a Gottfried Benn ni a Bertolt Brecht sino a Baldur von Schirach. Naturalmente, fue la primera confrontación; luego se agregaron muchos datos más. Hubiera preferido, también, que fuera Brecht quien me informara del terror estalinista, en lugar de fuentes con las que no coincidía pero que me vi forzado a tomar en cuenta.

‒Cuando Brecht retornó a Alemania tras su exilio en los Estados Unidos, se vio en una situación que nunca había buscado: en tanto escritor, presidente del PEN Club, director de teatro y responsable de una sala teatral, dejó de estar en los márgenes para avanzar hasta convertirse en un representante, aunque no indiscutido, de un sistema político. Terminó haciéndose cargo, así, de un papel que solía criticar con vehemencia, por ejemplo, el caso de Thomas Mann en la República de Weimar. Siempre le había parecido sospechoso el papel de vocero de un régimen. Y aceptó ese papel con el fin de apoyar el nuevo comienzo en Alemania. ¿A usted no le parecía comprensible que Brecht aceptara las condiciones de producción que le ofrecían para su propia teatro, prácticamente a modo de indemnización por la interrupción forzada de su trabajo durante los años del exilio?
‒Puede ser que haya sido así. Pero el precio que pagó fue muy alto. Y, si de compararlo con Thomas Mann se trata, todo se vuelve aún más complicado. Más allá de que haya quienes quieran ver a Mann en términos críticos, a mí me merece respeto un hombre que escribió las Consideraciones de un apolítico (un libro tan conservador y en el fondo, antidemocrático, pero aún así sumamente inteligente) y que luego se decidió, en el curso de la República de Weimar, a defender la república amenazada y debió exiliarse. Sabía muy bien a qué estaba renunciando: nada menos que a sus lectores. Sus hijos insistieron para que quedaran en Suiza, pero aún así, él partió hacia los Estados Unidos. Cuando Thomas Mann volvió a Alemania se vio colmado de reproches. Fue una historia repugnante. No le debe de haber resultado nada fácil pronunciar esos comentarios radiales en los Estados Unidos –en los que tenía que hablar contra su propio país– para luego observar cómo ese país al que había emigrado dejaba todo el poder en manos de un personaje como McCarthy. Vio todo eso con mucha lucidez y lo puso en palabras que nadie tenía muchas ganas de escuchar ni en Norteamérica ni en el resto de Occidente. Y cuando ya estaba viviendo en Zúrich, se dio el gusto de pronunciar su célebre discurso de homenaje a Goethe no sólo en el Oeste, en Frankfurt, sino también en el Este, en Weimar, gesto que repitió en 1955, pocos meses antes de  morir, con sus palabras para la efeméride de Schiller en Stuttgart y en Weimar. Opino que esas son actitudes de las que el término “representación” no llega a dar debida cuenta, porque para actuar de esa manera hace falta no poco coraje. Fue esa postura de Thomas Mann la que se critica en Occidente hasta la actualidad. Uno puede leer aún hoy biografías de brillante escritura llenas de resentimiento por su conducta política. Son cosas que siguen resonando hasta el presente y que dan testimonio de que Thomas Mann no se consideraba un héroe, pero que sin duda alguna tomó un rumbo que exigía valor. No puedo reconocer en Brecht actitudes de la misma envergadura. Le faltó valor para criticar a su propio bando. Eso quedó muy claro. Con su saber y su experiencia, debió tener una mayor intervención, ya que viajó desde la unión Soviética hasta los Estados Unidos, y pudo enterarse de la praxis corriente del estalinismo más acendrado, praxis que llegó incluso a alcanzar a su círculo de amigos. Pensemos sólo en lo que se inventó en oportunidad del pacto Hitler-Stalin: fue toda una generación que se mentía a sí misma para poder coincidir con la línea partidaria. Puede comprenderse, pero no hay por qué aceptarlo. Si al menos hubieran tenido el coraje de esclarecer a la generación más joven después del ’45 o tras la muerte de Stalin… o si, al menos, hubieran intentado explicarle qué significó para su propia historia el hecho de que terminaran cediendo de esa manera…

‒En su obra Los plebeyos ensayan la insurrección (1963), usted refleja el recelo y la desconfianza ante Brecht como un hombre que asumió un determinado papel frente a los comunistas. El protagonista de su obra, el Jefe del Teatro, niega apoyo a los trabajadores en sus planteos políticos, lo que le vale el reproche de traición intelectual. Ese Jefe, a quien se identifica fácilmente con Brecht, les niega la solidaridad porque teme que eso signifique el fin de su proyectado teatro. A la vez, esta obra también alude a otros acontecimientos más allá del «caso Brecht» en relación con su toma de posición ante el levantamiento del 1 de junio de 1953.
‒La obra no es una tragedia sino que se inscribe en la tradición alemana del drama barroco, en el que nunca puede aclararte de manera unívoca la cuestión de la culpa. A veces podemos pensar que el Jefe del Teatro es de una insuperable arrogancia, pero otras son los trabajadores en todo su desvalimiento y conmovedora candidez quienes le dan la excusa para reaccionar corno lo hace.

‒Cada vez que el Jefe está por decidirse a apoyar finalmente a los trabajadores, su esposa Volumnia le recuerda que el gobierno le prometió un teatro. Termina sacrificando a los trabajadores por el privilegio de su propio espacio de producción….
‒Y en esa situación recurre a la artimaña de mandar a un mensajero con dos versiones de su toma de posición sobre el levantamiento obrero, una para el Comité Central y otra para Occidente, sabiendo que su propia gente sólo lo imprimirá la adhesión y no sus comentarios críticos. Ese tipo de ambigüedad y astucia caracteriza al Jefe de mi obra. En este sentido, hay conductas comparables con la de Brecht, pero también con la de otras personas en tiempos y lugares diferentes.

‒En cierto sentido, y como usted mismo reconoce, Brecht sólo tenía miedo de la revolución. Porque de ninguna manera fue un valeroso revolucionario en la primera línea de lucha. Si hubiera sido menos cobarde (tal vez habría que decir menos cauteloso), quizás no hubiera sobrevivido. Además, tanto para él como para muchos otros, se había vuelto prohibitivo criticar a Stalin mientras siguiera la lucha contra Hitler y luego contra sus herederos políticos en la Alemania Occidental de los años ’50.
‒Naturalmente, también comparo la conducta de Brecht con la de otros comunistas cuando me pregunto cómo reaccionaron ante los crímenes de Stalin. Hubo muchos comunistas que sufrieron enormemente por esa causa, y más adelante – aunque relativamente tarde–, algunos empezaron a llamar a las cosas por su nombre.

‒En este contexto, ¿podríamos preguntarle cómo concibe usted la relación entre la política y la moral? Su obra Los plebeyos ensayan la insurrección reflexiona sobre la relación entre arte, moral y política. Y Brecht no sale muy bien parado.
‒Pienso que los genios también deben tener una moral o ser valorados por sus exigencias morales. En mi obra, el personaje del Jefe del Teatro se encuentra con un viejo obrero de las canteras que lo acusa de traicionar a los trabajadores. Es un reproche muy directo que, de alguna manera, lo conmueve. Primero el Jefe responde riéndose, pero sabe que, a la larga, no podrá liberarse de esa culpa. Sin embargo, no creo que Brecht haya podido sostener sin más ese cinismo que adoptó a modo de escudo protector. Porque de no ser así, no existirían esos últimos poemas de las Elegías de Buckow, que revelan una tremenda tristeza. Sigo creyendo que hice justicia a Brecht en la medida en que señalé sus contradicciones. Fue un gran hombre que resiste a la crítica. No merece que lo coloquen en un pedestal, el lugar preciso en el que no quería estar.

‒Para terminar, ¿si usted se viera hoy en la situación de retirarse a algún lugar remoto con una pila de libros, qué textos de Brecht se llevaría consigo?
‒Me llevaría, seguramente, alguno de sus poemas muy tempranos o muy tardíos, también los cuentos de Keuner y, de las piezas teatrales, Galileo Galilei, que hoy me parece un título clave, sin querer sugerir con esto que Brecht se propusiera escribir un autorretrato. Creo, sí, que con esa obra llevó al escenario de manera ejemplar la explosiva situación intelectual. Es un gran texto de un gran escritor.



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