Recuerdo cuando un amigo, hace unos cuantos años, me contaba que un día salió tan solo unos veinte minutos de su piso para hacer una compra y, al regresar, se encontró con la puerta destrozada y que habían entrado a robarle. A veces es estremecedor –incluso aterrador– comprobar cómo el recuerdo vuelve a hacer tan presente la vivencia. Habían pasado ya varios meses del hecho y el malestar era claramente perceptible en sus palabras y en sus gestos, como si hubiera ocurrido un par de minutos antes. Me contaba lo vulnerable y frágil que uno se siente cuando se da cuenta de que otro controla tus tiempos y decide operar en tu ausencia: encontrarte los cajones y armarios abiertos, lo cotidiano y menos valioso manoseado… Recuerdo especialmente cuando me habló de unas fotografías, papeles y libros que quedaron tirados en el suelo. Quizás el asaltante los había pisado en esos ajetreados veinte minutos, quizás quince, incluso menos. Creo que fue al cabo de mucho rato que me contó qué se habían llevado. Pero resultaba secundario. Por encima, estaba su sentimiento de indefensión y la necesidad de limpiarlo todo. De cambiar urgentemente las sábanas aunque no hubiera indicios de que las tocaran. Sin embargo, después del trámite policial y del seguro, fue lo primero que necesitó hacer: sacar esas sábanas y limpiarlas. Alguna cosa debió quedar de ese relato en el hemisferio umbrío de mi cerebro que sospecho es el que más he desarrollado en mi escritura. Años más tarde, cuando ya había escrito Umbrío (2014), volvió a salir a flote este relato cuando otro amigo me contó uno similar. En el suyo, tampoco dio mucha importancia a lo que se habían llevado. En su caso, identificó dos posibles sospechosos. Ambos eran desconocidos pero relacionados con su edificio. El primero regentaba un pequeño quiosco y, cada vez que mi amigo entraba o salía de su piso, se encontraba con su mirada y con un saludo “peligrosamente amistoso”. El segundo sospechoso residía en el piso que daba justo en frente al suyo. Más de una vez se lo había encontrado parado mirando a su ventana. Mi amigo estaba seguro de que esos dos tipos lo tenían controlado y podían ser los autores del robo.
Habitualmente me preguntan sobre mis obras y rara vez acostumbro a dar claves de lectura o respuestas precisas. Pablo Lettieri ya me había pedido en 2014 que escribiera un texto para la revista TEATRO, la publicación del Teatro San Martín y el Complejo Teatral de Buenos Aires, coincidiendo con el estreno de El principio de Arquímedes (2011) en Buenos Aires. En esa ocasión lo convencí de que Laurent Gallardo había escrito un prólogo excelente para la publicación del libro y que me parecía un material mucho más satisfactorio. Lettieri me vuelve a escribir en 2017 y como buen argentino –seductor en la palabra y buen articulador en la construcción del discurso– me dice que sabe que no soy muy dado a escribir sobre mis obras pero que se trata de un estreno mundial y que la mirada del autor siempre resulta un espacio muy sugerente. Sé que arrojo imágenes e ideas pero que no clarifican mucho. Seguiré sin dar claves de lectura. Escribo para un espectador que quiera ir al teatro despojado de cualquier reclamo burgués que le resuelvan todo y que, en cambio, se entregue a jugar y participar en la reconstrucción del relato y a exponerse como individuo e incluso como miembro de una colectividad. Pero añado: en cada una de mis obras, y en el hemisferio umbrío de cada espectador, están todos los datos para la más precisa de las reconstrucciones.
Los personajes de Umbrío son hermanos, primos o primos hermanos de los de Humo o Cúbito. También de nosotros mismos. Personajes y personas que construimos a través del lenguaje realidades o “verdades” que no tienen que ver con el estricto concepto de realidad o de verdad. Todos –desde el más inteligente, fuerte, débil o bondadoso– somos capaces de manipular a través del lenguaje. De crear verdades aunque sea a través de mentiras. En mis obras siempre hay actos y situaciones que pasan fuera de escena. A mí las cosas que más me gustan son las que ocurren fuera de escena y nunca veremos. Prefiero poner en escena y enseñar las consecuencias de lo que ha ocurrido fuera. O de lo que se dice que ha ocurrido y no podemos comprobar objetivamente. El hemisferio umbrío de cada espectador se encargará de hacer visible en su imaginación lo que yo he considerado que debe ser invisible. Seguramente algunos –quizás muchos de sus hemisferios– irán más allá –quizás mucho más allá– de lo que yo imaginé. De eso se trata: asaltar una intimidad y dejar cajones abiertos de los que rebosa el hemisferio umbrío que todos tenemos. Y de paso, arrojar algunas preguntas: ¿Por qué mi amigo sospechó de un par de desconocidos con quien se cruzaba diariamente pero que no llegó a intercambiar ni una sola palabra? ¿Hasta qué punto mostramos claroscuros? ¿Qué pasaría si el sol llegara a tocar directamente un espacio umbrío? ¿Qué hay en nuestros cajones que ningún ladrón se llevaría pero que nos da tanto miedo que pudieran ver y manosear?